
Acaso, para mí, fue el mejor día que he pasado con ella. Y no se festejó nada.
Caminatas, un arreglo de tulipanes y música fueron el condimento sabatino. Ya en sí, lo relevante lo configuraron una plática interminable en la tarde, una por la noche y, entre ambas, una cogida no tan duradera como las de otras veces, pero sí más intensa. Inolvidable.
"Never There" y "Tainted Love", canciones culpables de que ella decidiera emprender un baile cachondo, con sabor a tubo y a sexo. No por nada, decidió ausentarse unos minutos para, posteriormente, volver a mí... ataviada en un liguero y alzada por botas negras. Una dominatrix en toda la expresión de la palabra. Quería algo más rudo, no había duda. Y me hizo arder.
Su promesa de "sólo ver, no tocar" significaba una broma, incluso para ella misma. No titubeó cuando empecé a besarla, cuando la coloqué contra la fría pared y empecé a ordernarle cosas, muy al estilo de mi otro yo. Pronto me vi sentado en una silla y comencé a grabarla. Le dije que me mostrara los senos y lo hizo al instante mirándome fijamente, luego me arrebató la grabadora para captar mi breve masturbación y, finalmente, volví al control de la tanda, poniéndola de rodillas, y obligándola a mamar.
Y no hubo que esperar más. Nos fuimos al célebre sillón café junto al ventanal del que hemos hablado tantas veces. Después de un par de posiciones, ella me dio la espalda, se hincó sobre el sillón, tomó un cojín como su cómplice y me dejó entrar. Esta noche, me pidió dos cosas a gritos: que la cogiera más fuerte y que la metiera hasta dentro. Eso hice. Sus gritos aún retumban en mi cabeza como terremoto y me hacen sentir réplicas de erección.
Para culminar, fuimos a la recámara y ella se masturbó con el famoso vibrador rosa que ya pide esquina.
La desnudez no desaparecería sino hasta horas después.